El Colegio Alemán se retiró de la competencia.

Esta decisión fue una gran desilusión. Aunque comprendíamos el punto de vista del Director, nos sentíamos capaces de ganar la competencia y nos considerábamos defraudados. Pero no había nada que hacer, los en- sayos fueron suspendidos y las clases siguieron su curso normal.

Dos o tres días antes de la competencia, llegó una nueva carta de la Secretaría de Educación aceptando que se llevara la bandera alemana oficial. El Director nos reunió a todos en el patio grande para darnos la buena noticia e incitarnos a salir triunfadores de la competencia. «Wir müssen winnen!» fue la consigna. A partir de ese momento se acabaron las clases y nos dedicamos a practicar y practicar y practicar: entrada con orquesta propia y canto, tabla de gimnasia igual para hombres y mujeres, y como broche de oro la Röhnrad.

Llegó el gran día. [...]. La competencia se llevaría a cabo en el Estadio Nacional que en aquel entonces se encontraba al terminar la Calzada de la Piedad, a varias cuadras del colegio. Y nos iríamos marchando...

- Wir müssen winnen!

Esas fueron las palabras que nos repitió el Director ya formados en el patio antes de salir a la calle. El sol resplandecía, como siempre, desde un cielo inmaculadamente azul. Hasta adelante iba la orquesta tocando con brío; luego los tres abanderados - esta vez con una sola bandera alemana en el centro y dos banderas me- xicanas a sus flancos; seguían todos los grupos comenzando por los alumnos más grandes para terminar con los menores. Todos marchando en hileras perfectas con una disciplina y un orgullo realmente extraordinarios. Hasta atrás un grupo de profesores marcaba el final del desfile. El tráfico se detenía. De las ventanas y bal- cones salían cabezas curiosas y manos que aplaudían. Y se oían alegres comentarios, como:

- Miren, son los niños del Colegio Alemán.

Los aplausos y las exclamaciones parecían inyectarnos más energía, nuevas fuerzas que nos hacían enderezar los hombros aún más, levantar la cabeza y marcar el paso con mayor precisión. No sé de quién fue la idea, ni quién dio la orden. En un momento dado, la orquesta comenzó a tocar una de las marchas alemanas más fa- mosas entonces: «Heute wollen wir ein Liedlein singen... y todos la entonamos a voz en cuello. Esa era otra de nuestras cualidades - el canto. Se oía muy bien. Nadie de quienes nos veían pasar entendía la letra, y nues- tro agradecido público continuaba aplaudiendo y echándonos porras. Es más, aunque las hubieran entendido, me imagino que la reacción hubiera sido, si no igual, mucho muy parecida. Hay que recordar que en esa época la mayoría de los mexicanos eran germanófilos. Cuando finalmente llegamos al Estadio Nacional se es- cucharon nuestras voces cantando:

- Denn wir fahren, denn wir fahren, denn wir fahren gegen Engeland, Engeland.

La competencia se desarrolló ante un público entusiasmado. El estadio estaba completamente lleno. Había muchos grupos de simpatizadores que aplaudían a rabiar - cada grupo a su escuela preferida. El Colegio Is- raelita y el Americano presentaron sus números, sin duda alguna los mejores hasta ese momento. Pero en ambos casos, mientras los muchachos hacían realmente gimnasia, las muchachas se limitaban a medio dan- zar. La diferencia entre los grados de dificultad en sus ejercicios era muy marcada: difíciles y más complica- dos para los hombres, fáciles y más sencillos para las mujeres.

Cuando nos llegó nuestro turno, Herr Schlencker repitió con mayor énfasis todavía las palabras de Herr Schröter - su famoso «tenemos que ganar». Cada uno de nosotros puso no sólo toda su concentración, sino que también toda el alma y todo el corazón en cada uno de los movimientos de la tabla de gimnasia. Y ésta era muy especial.

[...]

Cualquiera hubiera imaginado que la Rhönrad vendría a ser una especie de anticlimax. Pero no fue así. Deci- didamente no. La gran mayoría del público nunca había visto antes algo semejante. Y la admiración crecía... Los aplausos, más que interrumpir, acompañaron el desarrollo del programa para sellarlo con una fuerte e interminable ovación.

La decisión del jurado no se hizo esperar y fue unánime: «Primer lugar - el Colegio Alemán». El Colegio Israelita quedó en segundo lugar y el Colegio Americano en tercero, si mal no recuerdo.

Regresamos orgullosos y felices marchando en perfecta formación. Nuestro colegio nos esperaba con Ma- nuelito y «la Música» al frente de la puerta y bajo un sol que parecía brillar más fuerte todavía.

Ese año también me gané un libro de premio y ¿quién me lo entregó? Nada menos que Frau Martha Trinker. Ni yo misma lo creía. No cabía duda, la Frau Trinker no se dejaba llevar ni por rencores ni por malos enten- didos. No era únicamente una muy buena profesora, sino que también una mujer justa y noble. Si realmente había oído o creído que yo le había dicho «linda», me lo perdonó. Esta vez el libro fue «Die Märchen von Keller/Mörike/Storm» y la inscripción en él dice:

 

«Vitza Manrique UIIIa2

für Fleiss und gute Leistungen während des ganzen Jahres. México, D.F. d. 19. Nov. 1938.

M. Trinker, Klassenlehrerin. Direktor: Schröter.»

 

[...]

El gran cariño que sentía yo por mi colegio se había ido agrandando con los años al pasar. Ir al colegio no fue nunca una obligación para mí, era un verdadero placer. Y mi cariño se extendía también a sus viejos edi- ficios. Pero el destino del Colegio Alemán de la Piedad ya estaba escrito. Eramos muchos y se necesitaba más espacio. Se comenzó a planear, y más tarde a construir, otro plantel en Tacubaya. Como un adelanto hacia el futuro, ya desde 1938 se cambió el nombre a: Colegio Alemán «Alexander von Humboldt».